SOLTARSE AL VIENTO
Del principio recuerdo el
viento. ¿Cómo no hacerlo?
En el centro de un páramo
extenso, tan solo moteado por unos cuantos arbustos y una especie de árboles
enanos, se ubicaba el solitario pueblo en que me crié. El viento, especialmente
en otoño, venía en oleadas que hacían temblar las ventanas, y hacían perder el
equilibrio a Paca, que traía las patatas de la última cosecha. Yo, tumbada en
la cama después de la comida y una siesta imposible, mantenía la mirada perdida
sumergida en mis ensoñaciones, que en aquella época se reducían a la manera de
encontrar la habilidad de hacer el pino-puente sin descalabrarme la cabeza. La
competitividad entre Inés, mi vecina, y yo, era inaudita, digna de unas
Olimpiadas o campeonatos mundiales. Ella era más pequeña y más ligera, pero yo
tenía una flexibilidad que no encontraba resistencia en ninguna postura. Si
ella se colgaba de una rama de un árbol por las piernas, yo hacía cincuenta
vueltas de "reloj" sin pausa. Era tan absurdo, pero a la vez tan
vibrante y temerario..., hasta que alguien nos cogía por el hombro o nos pegaba
un cachete, y nos recordaba lo arriesgado e inútil de nuestras
"aptitudes".
* * *
Estoy andando por la arteria
principal de la ciudad. He dejado de coger el coche, se ha hecho imposible
circular sin atascos, y me he percatado de que tardo menos cogiendo el metro.
La gente ha empezado a correr por las escaleras que dan al subterráneo. Estamos
en hora punta. Si perdemos este, tendremos que esperar cinco minutos al siguiente.
Parece poco, pero es suficiente para llegar tarde. He conseguido cogerlo, pero
he llegado jadeando. Voy a casa; necesito llegar cuanto antes. Se está haciendo
de noche, y yo odio andar por ahí de noche, no veo bien y me mareo. Observo a
mis compañeros de vagón. El niño triste de jersey rojo con su mochilón a
cuestas, como siempre, de pie, agarrado del tubo central. El señor de traje,
con sus ojeras y su periódico debajo de la axila. La señora, de pelo corto y
color indescriptible, con su uniforme de limpiadora. La voz de la megafonía
anuncia mi parada. Me levanto del asiento, salgo y me pongo a correr. Fuera, se
está haciendo de noche, ¿cómo puede ser? Ahora recuerdo que el sábado retrasamos
la hora. Maldigo mi falta de memoria y mis continuos despistes.
* * *
Por la noche, Inés y yo
dejábamos nuestra rivalidad a un lado, y nos tumbábamos sobre la hierba. Al
oscurecer, el viento también se calmaba y nos daba un respiro. Mirábamos al
cielo y contábamos las estrellas. Yo empezaba por la izquierda y ella por la
derecha. Luego las sumábamos. Lo hacíamos casi cada noche, porque cada vez nos
daba un número diferente, y queríamos dar con la cifra exacta. Éramos unas
tozudas. Luego nos quedábamos en silencio. Entonces escuchábamos. A pesar de
ser un pueblo tan aislado, el sigilo absoluto no existía. Crujidos de ramas,
sonido de cigarras, grillos, y de repente ¡el burro!, nos tronchábamos de la
risa. Pero también el lobo..., yo me estremecía. Y sé que Inés lo notaba,
porque entonces me miraba de refilón y me acariciaba la mejilla. Después me
cogía fuertemente de la mano, aquello me tranquilizaba.
* * *
Hoy he cogido el día
libre. Llevo semanas intentando hacerlo, pero había que acabar el maldito
proyecto y era imposible. Sin embargo, ahora que tengo muchas horas por
delante, no sé que hacer. Desde que acabó mi historia con aquel indeseable, he
estado trabajando tanto que me he dado cuenta de que mi tiempo libre se
limitaba a estar con él. Sin embargo me obligo a salir de casa. Miro por la
ventana. El nivel de polución ha subido mucho. La gente lleva las máscaras
puestas. Veo la pantalla gigante que está enfrente de mi vivienda. Recomiendan
no salir de casa ni abrir las ventanas. Una neblina impide ver más allá de
cincuenta metros. Me da igual, voy a salir. No tengo nada que perder. Mi tos ha
empeorado los últimos días y también los mareos. Hace tiempo que dejé de ir a
los tratamientos de aeración; las colas eran insufribles. Decidido, me pongo la
gabardina y salgo a la calle.
* * *
El viento del norte arreciaba
cada día al amanecer. Era cuando más se sentía. Si llovía se hacía casi
imposible salir a la calle, pero yo siempre me escabullía. Me ponía el
chubasquero y las chirucas, y arreando. En cuanto abría la puerta notaba como
algo me empujaba hacia dentro, pero yo no me dejaba, me resistía, y finalmente
lograba salir y cerrarla. Cada paso era una aventura, y más teniendo en cuenta
que mi meta era llegar a lo alto de la pequeña colina, único relieve en toda la
llanura. La lluvia me golpeaba en la cara y en las gafas, hasta el punto de no
ver nada. Una vez situada en lo más alto, me las quitaba y ponía mis pies justo
en la cornisa del pequeño barranco. Entonces abría los brazos hasta formar una
cruz, y dejaba que el viento me golpeara en su plenitud. Y así estaba cinco
minutos. Después bajaba al pueblo. A veces Inés estaba mirándome pasmada por la
ventana. Sonreía, y retorcía su dedo índice contra la sien.
* * *
Me sobra el abrigo; el
bochorno es horrible. No sopla ni una gota de aire y el cielo está cubierto de
una capa blanquecina, pero no son nubes. Es curioso, hace tiempo que no veo
ningún pájaro, ni siquiera palomas, eso sí que es raro. Se ha abierto un poco
la niebla y se puede andar con mayor ligereza, pero yo voy despacio, no sé
adonde. La gente me mira desconcertada; es porque no llevo la máscara. Me
siento en un banco. Tengo que limpiarlo un poco con un pañuelo, porque tiene
adherido un manto de polvo fino. Y así como si nada, me pongo a mirar a la
gente. Un señor bastante mayor se tiene que parar en una estación de
oxigenación de urgencia; está bastante sofocado. Mete dos euros en la máquina,
y aparece una mascarilla colgando, como si fuera un café express. Se la pone en
la cara ansioso y aspira profundamente. Tiene para cinco minutos.
* * *
El perro no hacía más que
ladrarme para que jugara con él. Y eso que no era mío, era del pueblo, o mejor
dicho de nadie. Un día vino siendo un cachorro, y se asentó aquí. Creo que el
hecho de que le diéramos comida en abundancia le hizo decidirse. Siempre me preguntaba
como había aparecido aquí desde la nada, ya que hay que tener en cuenta que el
pueblo más cercano estaba a varios kilómetros de distancia. A veces hacía
conjeturas, pero se me ocurrían ideas tan disparatadas que lo dejaba por
imposible. Inés, siempre con su manía de ser protagonista, contaba que se lo había
dado un hombre un día que estaba sentada en el banco de la plaza; que vino en
un coche negro y le encargó que lo cuidara. Nadie la creyó, y menos su madre,
que no quería quebraderos de cabeza. Le quisimos poner un nombre, pero eran
tantas las propuestas que finalmente se quedó con un nombre genérico: Perro.
Cada día pasaba por una casa distinta y se sentaba educadamente en la puerta
para que le dieran de comer. Sabía que no tenía que atosigar, que las cosas venían
por sí solas. No sabía nada el Perro.
* * *
Estoy en el puente de la
ciudad. Es un puente estéril hoy en día. Une las dos márgenes de la urbe de
manera innecesaria, ya que el caudaloso río que la atravesaba ha desaparecido.
En algunos sitios se advierte fango, barro y pequeños arbustos, pero sobre todo,
el lecho se ha convertido en un agrietado suelo, con surcos más o menos
profundos. El río está seco todo el año, ya no se escucha el sonido del viento
contra el agua. Porque no hay viento ni hay agua. Pero no solo es eso, el
panorama además, transmite una sensación de aridez y aspereza que resulta
difícil de digerir. Es como un abandono, un sufrimiento silencioso. No parece
la cuna que mecía al río, más bien parece su tumba.
* * *
Si hacía buen tiempo,
íbamos al pueblo más cercano, el del valle que nacía del páramo. Teníamos que
ir en bicicleta porque estaba lejos. Allí el viento no azotaba tanto como en
nuestra aldea, y había un riachuelo no muy grande, pero suficiente para que
Inés y yo saltáramos dentro desde el puentecillo de madera sin pensárnoslo dos
veces. Al primer contacto con el agua, un frío intenso nos recorría de abajo
arriba, y nos dejaba sin respiración unos segundos. Recuerdo el día en que a
Inés se le olvidó el traje de baño, y se tiró con vestido y todo. Cuando salió
a la superficie, tenía una trucha en el escote; casi le da un telele. Yo me
moría de la risa. Por más que quería no era capaz de sacársela de encima. Al
final el pobre animal encontró la forma de escaparse. La verdad es que
impresionaba ir andando y notar como los peces te tocaban las piernas. Los
mayores, para asustarnos, nos decían que había pirañas, pero nosotras ya
estábamos curadas de espanto.
* * *
El
viento..., acaba de hacer su presencia. Parece surgido por invocación. No puedo
creerlo, un frescor puro y reavivante se estampa contra mi cara. No sopla en
una sola dirección, se están formando remolinos. Animo a un grupo de chicos
uniformados a que se quite las mascarillas, pero nadie me hace caso, me esquivan,
me miran alucinados. Siguen con su inercia y su robótica huida hacia adelante.
Apuestan por lo que han vivido, por lo que les hará morir, no conocen otra
cosa. No saben lo que se pierden... Comienzo a andar contra el viento, como
antes, cuando inicié esa pelea estúpida en mi niñez. Y sin quererlo me meto en
un torbellino, y dando vueltas subo al cielo. Y vuelo, y observo la decadencia,
la herrumbre de las fábricas, las viviendas en ruinas. Pronto cambio de
escenario, ese me resulta doloroso. Paso por un bosque trufado de árboles; hay
de todas las alturas, pero es tan frondoso que me es imposible bajar. De pronto
la espesura da lugar a una llanura verde y luminosa. Es un buen sitio para
posarse. El viento ahora es suave, así que no me cuesta bajar. Me tumbo en el
fresco, perfumado y mullido tapiz. Doy unas cuantas vueltas antes de dormirme,
quiero sentir los hierbajos en mi cara.
Pronto estaré contigo
Inés..., deja que antes sueñe un poco.
Se dice que somos un 60% pasado un 39% futuro y solo un 1% presente. En el caso de la protagonista podríamos eliminar el futuro. Una realidad gris de la que intenta escapar en la máquina del tiempo que son los recuerdos. Unos recuerdos que en su caso son su vida. El presente parece no ser más que un tiempo añadido. Una estructura perfectamente adecuada, unas imágenes muy pensadas para el propósito de lo que se quiere trasmitir. ¡Fantástico! Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario David. Como dices, la protagonista del relato está sumergida en un presente poco apetecible e intenta huir al pasado. Se dice que hay que intentar vivir el ahora para ser más felices. Supongo que a veces es muy difícil, de ahí tus estadísticas. Gracias por tu visita, David. ¡Un fuerte abrazo!
ResponderEliminarEsos recuerdos maravillosos de la infancia... y el contraste que se repite al alternar el presente con el pasado, todavía refuerza más esa diferencia. Estupendo relato!
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras Norte. Como dices, he querido marcar ese abismo que existe entre pasado y presente y que la protagonista es incapaz de asimilar.
Eliminar¡Un abrazo!
Fantástico relato, me recuerda enormemente a mis vivencias de la infancia en verano en los extensos parámos españoles, que visito de vez en cuando para escapar de la contaminación de donde vivo.
ResponderEliminarLa mejor frase es la última donde pide a Inés que la espere, me parece muy emotiva.
Un saludo y felicidades por el relato.
¡Hola! Me encanta que te haya gustado y te hayas sentido identificado con esos recuerdos de tu niñez. Muchas gracias por tus palabras.¡Un saludo!
EliminarUn brillante relato que te pasea, de forma fluida, del recuerdo infantil, alegre y nostálgico al presente. Muy interesante como la protagonista hace el trabajo de elaboración, a través de poner palabras.
ResponderEliminarM Victoria L.Almansa Pimentel
Muchas gracias por tus palabras Victoria. Para mí es un placer que te pases por aquí y me dediques este "análisis" del relato, que además es certero, porque es lo que he pretendido.
Eliminar¡Un enorme abrazo!
¡Qué bueno, Ziortza! En mi tierra decimos tener saudades y creo que tu relato es un magnífico ejemplo de esa añoranza de un pasado mejor, en este caso de una infancia prácticamente idílica que contrasta tan vivamente con su agobiante presente. Enhorabuena y un fuerte abrazo
ResponderEliminar¡Muchas gracias Eva! Me alegra que te haya gustado. Es interesante ver como cada región tiene sus vocablos perfectos para expresas ciertos sentimientos. En cuanto al relato, es lo que pretendía, remarcar esa amargura que supone para la protagonista ese contraste.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Bellísimo Ziortza, es un relato hermoso el que has logrado. Tiene la frescura característica de tus narraciones, pero además por detrás de las palabras, logras que uno se haga cómplice de tu personaje. La haces contar estrellas y extender los brazos para sentir el viento, la haces jugar en su niñez, logras que uno sienta su alegría. Y, en forma entrecortada introduces escenas de su vida adulta, en la ciudad contaminada y con el río seco, agobiada, con rutinas insoportables, con la gente sedienta por un átomo de oxígeno. Entonces, por la magia literaria la haces volar contra el viento, la elevas por sobre el bosque, buscando la llanura, y la dejas sobre la hierba. Primero soñará y luego irá por Inés. Es una delicia leerte Ziortza. Una magnífica historia, contada con un lenguaje envidiable, con una intensidad que no cede en ningún momento. Felicitaciones.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ariel
Muchas gracias por tus palabras Ariel. Y por tu detallado comentario del relato. Es una grandísima satisfacción cuando pones empeño en intentar trasmitir algo y haya personas como tú que lo entiendan tan bien. Siempre eres muy amable conmigo, y eso me anima para seguir escribiendo, ya que hasta hace poco me costaba mucho mostrar mis textos. Tus palabras y comentarios significan mucho para mi.
EliminarUn fuerte abrazo.