Siendo una niña, me dijeron que las telas de colores no estaban hechas
para mí.
Cuando tenía seis años y a raíz de la muerte de mi padre, a alguien se le ocurrió
teñir de negro unas sabanas viejas y roídas. Paca, la costurera del pueblo, me
hizo un vestido rígido y sin formas hasta el tobillo con ellas. Era curioso,
porque cada vez que lo lavaba, el tinte se iba yendo y con el tiempo acabó
siendo una cosa color mierda grisácea que me hacía parecer más una pordiosera
que una niña de luto perpetuo. Mi padre se había muerto cayéndose borracho de
un manzano, y ante muerte tan estúpida, en mi familia se decidió tácitamente
que había que llevar esa vergüenza con la más absurda y estricta de las
penitencias. A mi hermana, que era bastante más fea que yo y no la auguraban un
buen matrimonio, la metieron monja en un convento. Mas adelante, mi madre, con
sus dos padres viejitos y ocupada todo el tiempo en cuidarles, me mandó interna
a una casa a ayudar a la señora. Tenía trece años y ya había heredado todo el
ropaje oscuro y tenebroso de mi pobre hermana. Al menos, era comprado y tenía
algo más de calidad que mis andrajos mal cosidos a mano.
Llegué a aquella casa con el hatillo al hombro que mi madre me había
encasquetado con los escasos enseres que poseía: muda de repuesto, otro vestido
igual al que llevaba puesto y un peine (“por si no te dejan usar el de la casa”
). La señora con su semblante de máscara mortuoria, se formó una imagen en la
cabeza de lo que yo era o podría llegar a ser, y me hizo la cruz. Su primer
castigo ante futuribles, fue hacerme dormir en la bodega, acompañada por
botellas de vino reserva y unas simpáticas mascotas de rabo largo y mirada
inquisitiva que hubieran hecho las delicias de cualquier niña poco acostumbrada
a la oscuridad.
Por arte de birlibirloque sus fantasías funestas se hicieron realidad y
en cuanto fui radiografiada por su marido, un engendro de metro y medio con
semblante resabiado y dientes de conejo, tuve la ingrata sensación de que mi
estancia allí iba a ser más dura de lo que mi ingenua imaginación había
previsto.
El destino parecía querer jugar un morboso juego conmigo, pero no estaba
dispuesta a perder la partida. El señor picoteaba por la cocina haciéndose el
distraído o con la excusa de aleccionarme en la ardua tarea de ser una chica
decente: “No te fíes del mozo de la cuadra que tanto te mira ni en los chicos de
tu edad, todos buscan lo mismo”. Pobre chico deslomado…, bastante tenía con
realizar sus quehaceres y poder llevarse algo a la boca a lo largo del día. Ni
siquiera llegué a entablar conversación con él.
La vida cotidiana de estos dos señores de la casa eran un misterio para
mí; ella siempre estaba sentada bordando algo y mirando por la ventana, y él
tenía un despacho donde gestionaba asuntos supuestamente trascendentales del
que salía cada cinco minutos para posarse en cualquier esquina de la casa y
fisgonear sin ser percibido. A pesar de ser los amos de la casa, el cotilleo no
estaba bien visto en nadie.
Un día estaba en la cocina haciendo un pastel de manzana. Aunque mis labores
supuestamente se limitaban a la limpieza de la casa, también me encasquetaron
el puesto de auxiliar de cocina y repostera, ya que trabajar la masa no le
gustaba a nadie.
Las rodajas de manzana me estaban saliendo demasiado gordas; siempre me
decían “más finas, muchacha, más finas”, así que llevaba vendajes en casi todos
los dedos por intentar adelgazar los trozos casa vez más con cuchillos mal
afilados. Estaba harta, se comerían el postre medio crudo y lleno de grumos.
Esa vena de orgullo que me salía de vez en cuando me había traído más de un
disgusto en forma de toñejas varias, pero a veces compensaba.
Una mano surcada por venas abultadas y violáceas se posó en mi hombro y
comencé a escuchar un respirar ronco y entrecortado cada vez más cerca de mi oreja.
El hedor a sudor rancio mezclado con tabaco de mascar era nauseabundo. El
desayuno se me subió hasta la glotis. Poco después sentí unos dedos temblorosos
subir desde la rodilla hasta el muslo derecho. Me quedé quieta mirando el tarro
de azúcar. Escuchaba las exhalaciones de aire cada vez más cerca y eran cada
vez más ruidosas. Fue entonces cuando reaccioné. Volví a coger el cuchillo con
el que había estado cortando las manzanas y con un golpe seco se lo clavé justo
en el centro a la mano que tenía en el hombro izquierdo. Un aullido me perforó
el tímpano y el viejo comenzó a arrebujarse en el suelo por el dolor. Todo
sucedió muy rápido: pasos cortos y acelerados por toda la casa, varios gritos
femeninos y “¡Rápido, llama al médico!...
Me quité el delantal (no sé por qué, era un gesto mecánico supongo) y
salí al jardín. Allí todo estaba un poco más sereno, el aire estaba limpio y
hasta el perro me miraba con dulzura. Otra vez me había quedado en un estado de
ensimismamiento. Tuve que escuchar un “esa zorra” a lo lejos para percatarme de
nuevo de la situación. Comencé a correr hacia el bosque.
Corría rápido pero de forma mecánica, como por inercia. A mi espalda me
llegaban ruidos y algarabías que se fueron alejando primero y acercando
después. Me dirigí hacia el bosque sin pensarlo muy bien. Cuando me daban
alguna hora libre muy de vez en cuando, siempre acudía allí a tumbarme sobre la
hierba a dormir un poco. Justo cuando iba a entrar en la espesura que formaban
los árboles escuché un disparo, noté el impacto en la espalda y caí de morros
al suelo.
Me levanto con una ligereza inaudita y dejo mi cuerpo allí tirado. Mi intención
de ir hacia el bosque sigue intacta. Un lobo me recibe a la entrada y me hace
un movimiento de cabeza para que le siga. El silencio se rompe por el zumbido
del aire al chocar contra las ramas. Llego a una especie de asamblea. Unos
animales adultos están discutiendo sobre cosas importantes, intuyo por el
semblante de sus caras. Una lechuza me mira (¿no debería estar durmiendo por el
día?) y me señala con el pico a un grupo de cachorros, gazapos, lobeznos y
demás pequeños que están jugando a morderse las orejas. Cuando sean mayores
estos juegos serán más serios, supongo. No sé si me van a acoger de buen agrado
así de entrada y prefiero ir a jugar sola. Empiezo a trepar por un roble que
debe ser centenario por el grosor de su tronco. Llego a las ramas más altas y
allí me acomodo, puedo observar todo lo que me rodea con tranquilidad. Es
curioso, ya no hay casas ni restos de civilización, solo un tapiz verde
salpicado por árboles y matojos.
Miro a la loba que me ha traído hasta aquí (ahora sé que es hembra) y me
hace un gesto de reprobación, pero yo sonrío como nunca lo había hecho. Hace
tiempo que quería subirme a un árbol sin miedo, sintiéndome inmortal. Al fin y
al cabo ese tipo de cosas son las que hacen los niños, ¿no?