De mis angustias febriles y del porqué (en parte) del
alargamiento de mi ausencia del mundo blogosferil.
UNA MALA ENFERMA
Hace un mes y medio me levanté con un pequeño picor en la garganta, un
carraspeo ligeramente incómodo pero llevadero, algo que podía presagiar alguna
enfermedad leve, pero en todo caso soportable. Y sin embargo, después de todo
este tiempo, estoy en condiciones de afirmar que fue el inicio de una horrorosa
pesadilla.
Dicen que las personas sensibles o tendentes al estrés (como es mi caso)
tienen el umbral del dolor muy bajo y que asumen pésimamente los malestares
físicos que la vida les puede “ofrecer”. Creo que alguien dijo una vez: “Dios
mío líbrame de los males físicos, que de los psicológicos ya me encargo yo”.
¡Cuántas veces he pensado en esta frase durante estos interminables días!
El mal, mi mal particular, empezó a extenderse el día después de aquel
picor gargantil, taponándome las fosas nasales, impidiendo respirar con
normalidad, provocando a partir de ese día mareos, dolores de cabeza y
favoreciendo mis migrañas crónicas e insoportables. Migraña: esa bola de fuego
instalada en mi cabeza. Vivo con la esperanza de poder lanzarla algún día al
espacio sideral. (Últimamente he leído en un foro a un psicólogo que decía: la
migraña no es un daño real, hay que empezar a enfrentarse a ella con
naturalidad, los medicamentos solo van a perpetuar la sensación de dolor; si
fuera posible le regalaría a este señor este daño irreal y sus consecuencias
imaginarias de mentes fantasiosas y luego le mandaría a hacer meditación, a ver
que tal le va. Sí, señores, he probado todo). Dicho esto, creo que la
meditación es un buen remedio en ciertas situaciones, lo creo de verdad.
La fiebre nunca pasó de ser alta, pero en mí, que tiendo a temperaturas
“bajas”, causaba unos estragos que solo había experimentado de niña, lo
prometo. La febrícula comenzaba con un frío de huesos extremo que las infinitas
capas de ropas no lograban mitigar. Dos horas después me levantaba de la cama empapada
en sudor.
A pesar de mi alergia congénita a las batas blancas, acudí al médico.
“Es que llevo ya como tres semanas…” no hacía más que repetirle. “Habrás
encadenado uno tras otro. Hay contagios y recontagios, yo te lo doy y tú me lo
devuelves. El invierno viene muy mal, todo el mundo está igual”. Bueno, pues
intentando evitar cualquier contacto humano, salvo el necesario para sobrevivir
y el obligatorio para malvivir, decidí no salir de casa, cual topo en su
madriguera. Dejé de comer apenas por falta de apetito, vomitaba con frecuencia
y llegué adelgazar unos tres kilos (teniendo en cuente mi estatura y mi peso,
es mucho).
Empecé a pensar que todo aquello era una “anomalía”, síntomas que no
tenían que ver unos con otros, un totum revolutum sin ningún sentido, una
especie de fallo multiorgánico a pequeña escala. Mi mente empezó a jugarme
malas pasadas. Sabía que de eso no me iba a morir, pero ¿y si se hacía crónico
de por vida? No hacía nada, no podía concentrarme, ni leer, ni escribir, ni lo
mínimo que requiriera estar con la mirada fija en un sitio. ¿Alguien ha tenido
la sensación desesperante de no poder hacer nada observando cómo las horas
pasan y tu única compañía es un conejo mudo (y sordo, creo) y un zumbido de
oídos que atestiguan que las flemas y la congestión siguen ahí? Y lo peor, el
dolor. Y no hay nada peor para la mente que los tiempos muertos no buscados,
los incapacitantes.
Muchas personas habrán vivido situaciones parecidas este invierno, e
incluso más graves, pero para mí este proceso ha sido totalmente desesperante.
Y ahí va la sorpresa: ¡Sigo igual! O parecida. Tengo picos, días mejores y
peores, pero el alien sigue conmigo. Solo me queda esperar a la
primavera y a la subida de temperaturas que espero mitiguen todas estas
angustias de mala enferma, y no solo por mí, sino también por los seres que me
rodean y cuya salud mental corre serio peligro como esto se perpetúe demasiado.