lunes, 30 de enero de 2017

RELATO: EL BUCLE


EL BUCLE




         Apagó la luz de la habitación no muy satisfecho. Se dirigió con paso rápido a la puerta de la calle, la abrió, salió y cerró. Miró el reloj: eran las ocho y media. Dio cuatro vueltas de llave a las dos cerraduras; primero a la de arriba y después a la de abajo, como siempre. No conforme tiró del pomo deshaciendo la holgura que solía quedar entre las maderas. Pulsó el botón del ascensor y se activó la maquinaria. "Viene del primer piso, tardará unos veinte segundos en subir", pensó Alfredo.  Mientras esperaba, repasó mentalmente todos y cada uno de los pasos que componían el ritual de salida a la calle: luces, grifos, ventanas, enchufes, comida y agua para el gato..., el secador, ¡mierda!, no recordaba haberlo desenchufado. En ese instante el ascensor llegó a su piso y las puertas se abrieron. Dudó entre entrar y olvidarse del asunto o volver  a casa de nuevo a comprobar el secador. En una micra de segundo su cerebro caviló  las consecuencias de dejar conectado (y quizá encendido, aunque esto no parecía probable, el ruido le habría alertado) un pequeño electrodoméstico; cortocircuitos, incendio (fuego en un baño no era razonable, pero con los armarios de madera nunca se sabe), muerte del gato, daños en los inmuebles contiguos... Dejó que se fuera el ascensor y regresó a su vivienda. Miró la hora: las nueve menos veinticinco. Los nervios empezaron hacer mella en él, cabía la posibilidad de que llegara tarde al trabajo.  Metió la llave en la cerradura dando las cuatro vueltas ahora en sentido inverso, e hizo lo mismo con la de abajo. Entró y fue corriendo al baño; el secador estaba en el suelo desenchufado. Suspiró.


Hizo un nuevo recorrido rápido por todas las habitaciones antes de salir. No encontraba al gato. Empezó a buscarlo. "Barry, ¡Barry!" Seguro que se había metido debajo de una cama y ahora sería imposible sacarlo de ahí. Pero tenía que dar con él, no podría salir sin antes cerciorarse de que el animal estaba en perfectas condiciones. Estaba de rodillas mirando debajo de la cama del dormitorio principal cuando escucho un "miau" detrás de él. Sobresaltado se puso de pie de un brinco y se golpeó con la estantería de libros. Un dolor agudo se instaló en su cabeza. Comenzó a ver lucecitas amarillas que fueron seguidas de un mareo. Se sentó un momento con los codos sobre los muslos y las manos sobre la cabeza. Cuando el malestar cesó un poco, miró la hora: las nueve menos cuarto. Tenía que salir de allí cuanto antes. Dejó al gato tumbado en la alfombra del pasillo y abandonó la casa por segunda vez ese día.


De nuevo el golpe de la puerta al cerrarse, los giros de llave y la llamada al ascensor. Este se abrió al instante, lo que hizo que su cerebro no ingeniase nuevos descuidos. Tardó diez segundos en llegar al portal. Iba a pisar la calle cuando una nota en el cristal de la entrada le hizo detenerse: Mañana martes 17 de junio, se cortará la luz de nueve y media de la mañana a tres de la tarde por obras en la Comunidad. La nota se había puesto el día anterior. Él iba a estar trabajando durante ese intervalo de tiempo, luego no le concernía en absoluto, así que siguió su camino sin pensárselo dos veces. Bueno, sí se lo pensó dos veces; estaba en mitad de la rampa que bajaba a la parada cuando lo hizo. Su acuario de peces de agua cálida. ¿Cuánto podría enfriarse el agua durante esas horas de apagón? ¿Podrían llegar a morirse los peces? Se maldijo a sí mismo por no haber comprado aquella dichosa bomba con pilas que vendían para estos casos. El autobús vendría en unos cinco minutos. Si regresaba no le daría tiempo a cogerlo. Además no sabía que hacer, no podía llevarse el acuario a la oficina. Pensó que podría llamar a la tienda de animales donde lo compró para que le asesorasen. Pero todavía era pronto, no estaría abierto, tendría que hacerlo desde el trabajo.




Cabizbajo y apesadumbrado se dirigió a la marquesina. Había otras tres personas esperando; dos mujeres y un hombre. Ellas discutían acaloradamente sobre el vecino que tiraba colillas de cigarrillos por la ventana, y que iban a dar a sus balcones. El hombre miraba absorto el horizonte. Una de las mujeres llevaba un perro atado a una correa, un pequeño ratonero. "No irá a coger el autobús si va con el perro", pensó Alfredo con cierta envidia. "Seguramente comprará el pan, algunos alimentos y regresará a su casa". Miró la pantallita que avisaba del tiempo que quedaba para la llegada del vehículo: dos minutos. El animal se le acercó, le olisqueó los zapatos y le miró a los ojos con las orejas gachas. "Quiere que le acaricie". Alfredo le dio unas palmaditas en el lomo y siguió con sus pensamientos. Aquella aparentemente fútil escena que acababa de vivir le hizo volver a los peces tropicales. Recordó como solía pasar minutos e incluso horas contemplándolos en el cortejo, en el nacimiento de crías, en la lucha por el territorio. Aquel colorido en constante animación. Empezó a correr como un loco. Escuchó los ladridos de confusión del perro mientras se alejaba. Entonces paró. Se acababa de cruzar con el autobús que tenía que haber cogido. Tendría que esperar al siguiente. Iba a llegar tarde al trabajo. Era un hecho. Solo había recorrido cien metros y estaba exangüe.


Llegó al portal a las nueve y tres minutos. Esperó unos instantes para recuperar la respiración. Su intención era subir por las escaleras ya que cabía la posibilidad de que el apagón se adelantase y se quedara atrapado en el ascensor. Aquello sería catastrófico. Mientras subía los escalones de forma cansina, se encontró con varios de sus vecinos que salían para ir a sus obligaciones y que le miraban atónitos su vuelta al hogar:

         —¿Algún problema, Alfre?

         —No nada. He olvidado el móvil...

         —¡Pero coge el ascensor hombre! Vaya burrada a estas horas.

         —Bueno así hago un poco de ejercicio. —Sonrió sin ninguna convicción.

         Se tuvo que parar varias veces, así que hasta las nueve y cuarto no llegó a su domicilio.


Una vez recuperado el aliento, lo primero que hizo fue buscar el teléfono de la tienda de animales. Confiaba que abriesen a las nueve y media. Después puso la cafetera a calentar para hacer tiempo; un café no le vendría mal para recuperar energías. A las nueve y treinta y dos llamó al establecimiento, le salió el contestador que le informó que abrían a las diez. La cafetera había comenzado a hervir cuando se fue la electricidad. La retiró de la placa de inducción para que reposara. Abrió las persianas un poco más para que entrara la luz natural. Se sentó y dejó vagar a sus pensamientos. Tenía tareas atrasadas y no llegaría a la oficina hasta las once por lo menos. Debería buscarse una excusa, aquello que le estaba pasando no le pareció suficiente justificación. El médico era la mejor opción. No aportaría comprobante, pero en esos momentos le daba igual.



Intentó concentrarse en los peces. Metió un dedo en el agua. Templada. Se tomó un café y esperó dando vueltas por el pasillo mirando el acuario de vez en cuando con el rabillo del ojo. El gato se sentó en la alfombra y le observó como si algo no fuera bien. Alfredo le acarició para tranquilizarlo. A las diez y cinco consiguió hablar por fin con los de la tienda. No había ningún problema, los peces podrían aguantar hasta veinticuatro horas con temperatura ambiente. Suspiró una vez más. En diez minutos tendría un nuevo autobús. Se tomó el café de un trago. Echó un vistazo general desde el hall y se dispuso a salir a la calle por tercera vez ese día. Pero entonces escuchó un ruido, era burbujeante y provenía de la cocina. Fue hacia la cafetera directamente y la tocó con cuidado; estaba casi fría. La placa estaba apagada. Cuando estaba a punto de abrir la puerta para macharse volvió a percibir el mismo sonido chispeante. Con el corazón desbocado se acercó con paso lento a la cocina. Cuando llegó, asomó la cabeza antes de entrar. El café estaba en ebullición a pesar de estar fuera del calor. Alfredo cerró los ojos un momento y los abrió de nuevo. La tapa de la cafetera se entreabría repetidamente por los pequeños golpes que le producía la presión del agua. Se apoyó en la pared y se deslizó hasta el suelo. El gato maullaba a su lado sin comprender. Se quedó en cuclillas con la mirada perdida. Aquel día no podría ir al trabajo.

Desesperado, rompió a llorar.
        

viernes, 27 de enero de 2017

RESEÑA: LA SANGRE HELADA (Ian McGuire)



LA SANGRE HELADA-2016

Ian McGuire-1964



Tardé bastante tiempo en leerme este libro una vez comprado (bueno, para mí un mes es mucho). Y es que a pesar de estar precedido por buenas críticas y sobre todo, recomendado por gente de la que me suelo fiar, la violencia que parecía exudar me echaba ligeramente para atrás. Una vez leído mis sospechas se corroboraron, pero también me percaté de que estaba ante uno de los mejores libros que había leído en 2016.

Ian McGuire era un escritor poco conocido hasta que publicó esta novela el año pasado que le “ha encumbrado como uno de los autores revelación de las letras inglesas” (ay, cómo nos gustan este tipo de frases rimbombantes).
En ella se narra el itinerario que realiza un barco ballenero en el siglo XIX hasta el Círculo Polar Ártico con un asesino entre su tripulación. El doctor Patrick Sumner, antiguo miembro del ejército, se embarca en el mismo, huyendo de la realidad y con la intención de encontrar una vía de escape a su particular situación.

Del asesino enseguida conoceremos su identidad, sus prácticas y su modo de actuar. El suspense no radica pues, en encontrar a un culpable, sino en el modo en que se desarrollan los acontecimientos.

Soy muy aprensiva a la brutalidad y crueldad hacia los animales, y en ese sentido la novela es muy directa, pero la crudeza hacia los humanos está descrita de una manera tan detallada y explícita que a veces tuve que apartar la mirada del libro. No por gore o sangriento, sino porque cuesta  leer lo que cuenta, porque no te lo puedes creer, porque el escritor te estampa la cara contra lo perverso. El mal y lo inhumano invaden ese ballenero, y lo peor es que no solo hay un malo malísimo sino que el ambiente está tan cargado de inmoralidad y falta de ética, desde el capitán hasta el último arponero, que puede resultar bastante incómodo.

Cuando lees un libro, siempre intentas identificarte con alguien, siempre hay un perdedor, un héroe, alguien que sientes cercano. En este caso no ocurre eso, tan solo el cirujano Sumner, que ha vivido circunstancias igual de sucias e inhumanas como soldado en la India, parece librarse de este contagio del deterioro humano, aunque con matices.

Es un thriller sombrío, salvaje y primitivo. Y está escrito con brillante maestría. Bucea por el alma y maldad humanas y lo hace con agallas y talento. Las páginas pasan volando en ese lugar inhóspito, helado y dejado de la mano de Dios. La luz no parece que vaya a surgir por ningún lado, no hay moralina, ni mensajes ocultos. Todo desborda lo creíble y lo increíble, y de repente te ves atrapada en sus fauces, enganchada sin remedio, acompañando a esos desventurados en su viaje hacia el infierno.



“Una novela que nos lleva hasta los límites de la carne y la sangre. Absolutamente convincente, brillante, viva e insidiosamente ingeniosa. La sangre helada es un logro sorprendente.” Martin Amis. 

martes, 24 de enero de 2017

DOS MICRORRELATOS CON EL BRANDY COMO COPROTAGONISTA




DULCE AMARGURA




—¿Una copa?

—Por supuesto, un brandy, a ser posible de Jerez.

—Vaya, ya veo que no se anda con remilgos.

—A estas alturas, ¿qué sentido tiene?

Cogió la copa que le ofrecía aquella mujer. Bella, segura hasta la arrogancia. Enigmática, si no fuera porque él sabía cual era su objetivo. Para el resto, se movía de una forma seductora e inquietante, no para él. Su cupo de mujeres fatales había rebosado el límite. Si hubiera podido elegir en aquel momento, habría preferido una mujer normal. Aunque pensándolo bien, seguramente habría pasado la noche con aquel ser volcánico que era de todo menos ordinario. Sintió que su vida se basaba en contradicciones continuas.

La última de ellas fue saborear el licor, ardiente primero y suave después, mientras la mujer, dulce y amarga como el brandy, le apuntaba con la pistola a la sien, apretaba el gatillo y activaba el percutor.





REBELIÓN


Se preguntará qué hago aquí. Aunque si es un poco avispado no haría falta; sé que ha dudado varias veces acerca de la conveniencia de mantenerme en ese proyecto. Estoy harto, ¿sabe? No se puede titubear en una profesión como la suya. Tiene bajo su paraguas a varios figurantes, como nos llama, que dependen de una varita mágica. Usted sí, usted no. Bien, ahí va la noticia: he decidido traspapelarme; allí me colé y en su fiesta me planté. Y este es mi trato: sitúeme definitivamente en el relato primigenio y dejaré de aparecer en los momentos mas insospechados. Y por favor, ¡cáseme de una vez con mi prometida! Tengo ganas de abrir esa botella de brandy de Jerez que tanto se empeña en mantener en la alacena. O mejor, saque la que tiene usted en el cajón del escritorio y ponga punto final a esta historia.



jueves, 19 de enero de 2017

FILMOGRAFÍA DE UN GRAN DIRECTOR: TIM BURTON



TIM BURTON, EL CHICO DE LA OSCURIDAD (1958)




Tengo entre mis manos una delicia de libro: Tim Burton, genio y obra de un icono del cine, de Ian Nathan. Es un libro estéticamente precioso que hace un recorrido por la filmografía de este singular director, y que está ilustrado con fotogramas y fotografías peculiares de todas sus películas. “Siempre me han encantado los monstruos, nunca me dieron miedo, simplemente los adoro desde que puedo recordar”. Con esta premisa se introduce Burton en el mundo del cine.
Tim Burton creció en el barrio residencial de Burbank en Los Ángeles, un lugar en el que no encajaba. Un ser solitario que iba a su aire y al que sus padres tapiaron las ventanas del dormitorio, supuestamente por un tema de aislamiento. Es por eso que dice identificarse con E.A. Poe que escribió sobre el tema de ser enterrado vivo. “Para mí lo extraño es la realidad” dice. A los dieciséis años se fue a vivir con su abuela y comenzó a trabajar de camarero. Paseando por Sunset Boulevard fue testigo de la cara oculta de Hollywood. Con trece años hizo su primera película y en 1976 se graduó en el Instituto Burnank consiguiendo una beca para la CalArts, una escuela de Walt Disney para futuras generaciones de animadores. Se sentía entre un “grupo de parias”.




Una de las primera películas que sobresalió de Burton fue La gran aventura de Pee-Wee, que fue escrita como una comedia para acabar siendo algo inclasificable y surrealista acerca de la vida de un ser estrafalario e histriónico.

Burton se haría mundialmente conocido con Beetlejuice. “ He hecho una versión burlesque del Exorcista”. Es una historia de fantasmas pero desde el otro lado: Un pareja fallecida recientemente quiere librarse de una macabra familia de vivos que se instala en su casa. Intentarán asustarlos sin éxito, sin embargo están condenados a quedarse en la vivienda ciento veinticinco años. Humor negro e hilarante sobre la muerte. De nuevo una película que no encaja en ningún sitio. En este film ya nos encontramos con una joven Winona Ryder, una adolescente gótica, trasunto del propio Tim Burton.




Después vendría Batman, de nuevo con Michael Keaton que interpretará a Batman y con Jack Nicholson haciendo del Joker “Mi estilo se movía entre la serie de televisión y los nuevos comics oscuros”. La dualidad y antagonismo de estos dos protagonistas ayudó a Burton a hacer la película. Uno intenta entender la vida y el otro es completamente libre. Burton trató de aportar a la película algo de su personalidad, a pesar de las presiones para que lograra un taquillazo.

Eduardo Manostijeras es puro Burton. Las contradicciones del director en perfecto equilibrio: encantadora pero oscura, real y fantástica. La vida de un chico hecho por un hombre; inconcluso al dejarle unas horribles tijeras de podar por manos con las que adorna los jardines del vecindario (emotiva la interpretación de Johnny Depp). Una metáfora de la adolescencia del director: vestido de negro, con largo pelo negro y una tristeza en la mirada desgarradora. Un tierno personaje que no puede acercarse ni acariciar a nadie porque corre el riesgo de herirle. Es más, no es una película de miedo, sino un cuento de hadas. Una hermosa historia de amor entre el temeroso y solitario protagonista y una chica “normal” de un surrealista barrio residencial. Un clásico del cine.




Vendrían la segunda parte de Batman (lo más impactante de esta cinta es ver a Michelle Pfeiffer de Catwoman) y Ed Wood, su película menos Burton. Esta última está basada en personajes reales. No tiene apenas efectos especiales, y narra la extraña relación de amistad entre un director no muy brillante y una actriz venida a menos.  Con un estilo años cincuenta, está basada en la figura del considerado peor director de todos los tiempos. Otra vez Johnny Depp y su gran interpretación centran el film.

Y hablemos de lo mortalmente hermoso, mis preferidas, las stop-motions. Tres películas ejemplos perfectos de la luz con la que Burton retrata la oscuridad.

En Pesadilla antes de Navidad, Burton muestra a los monstruos de forma positiva. Skeleton, Rey de Ciudad Halloween, donde habitan seres extraños y abandonados, está hastiado de organizar siempre la fiesta de Halloween y decide ese año celebrar la Navidad.  Disney tenía poca fe en este tipo de películas: muñecas de trapo descosidas, científicos que se abren la cabeza… Finalmente Disney accedió, pero con otro director, Henry Selick. A pesar de todo, en esta película todo es macabra y maravillosamente burtoniano.



La novia cadáver es una de mis favoritas. En esta película es el mundo de los vivos el que resulta triste y depresivo. Un joven a punto de casarse pierde su anillo de bodas en el cuerpo de una novia asesinada. Ella entenderá que ahora es su prometido. Humor y emoción en perfecto equilibrio y una particular historia de amor a tres bandas, entre un joven e inseguro millonario, una muchacha cuya familia aspira a mantener una clase social, y la bella y sensual novia cadáver, asesinada cuando se dirigía al altar. Y dos mundos, como siempre muy bien construidos, la muerte y la vida. Pero los vivos pareces más muertos que los propios muertos, y el mundo de los muertos estará ambientado con colores vivos, inspirándose en la celebración del Día de los Muertos mexicano.



Lloré viendo Frankenweenie. Es su tercera película en stop-motion. Un meláncolico, solitario pero inteligente chico llamado Victor, resucita a su perro Sparky atropellado por un coche, como lo hizo el doctor Frankenstein con su monstruo; al igual que lo hacen sus estrafalarios compañeros de clase con sus mascotas. Rodada en una especie de blanco y negro, está plagada de sentimentalismo. El perro le ofrece a su pequeño amo su amor incondicional, pero es difícil que se adapte a su “nueva” vida; la escena del resucitado y remendado Sparky tumbado a los pies de su tumba es de una emoción incontenible.



Su filmografía la completan: Mars Attacks!, su mayor fracaso comercial; Sleepy Hollow, una historia de misterio y terror en la que un asesino que decapita a sus victimas anda suelto en un pueblo tenebroso y hostil. Un caso que tendrá que resolver un timorato y desorientado Ichabod (tercera colaboración Burton-Deep); el remake de El planeta de los simios, un éxito de taquilla no muy bien aceptado entre la crítica; Big Fish, la deliciosa historia de un contador de cuentos, llena de vitalidad y representativa de un Tim Burton más maduro; Charlie y la fábrica de chocolate, basado en el relato del gran escritor Roald Dahl y en la que nos encontramos con el particular chocolatero Willy Wonka (otra vez Depp); la terrorífica  venganza que es Sweeney Tood: el barbero diabólico de la calle Fleet, que a pesar de ser un musical es la película más oscura y sombría de Burton, donde la sangre mana a sus anchas; una versión de Alicia en el país de las maravillas; Sombras tenebrosas; Big Eyes y El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares.

 





Como se dice en el libro, rodar películas es para Burton tan necesario como respirar, y si muriera, “volvería de la muerte y se pondría con el siguiente proyecto”, “Siempre habrá maravillosas pesadillas por grabar o recuerdos de infancia por analizar desde una perspectiva nueva y extraña”.


lunes, 16 de enero de 2017

RELATO: MIGUEL



MIGUEL



         Hace poco más de un año tenía un amigo que se llamaba Miguel. Era fuerte y valiente, no se amedrentaba con nada. Yo, al contrario, soy enclenque y tímido. Tan distintos como un elefante y un pavo, hacíamos buenas migas. No pocas veces me sacó de un buen apuro. Eran tiempos difíciles para un chico poco curtido como yo.

         A sus doce años, era un chico más alto de lo normal. Las niñas siempre comentaban lo guapo que les parecía, a pesar de que no se atrevían a acercarse a él; estaban intimidadas por la fama de su familia. Yo no sabía muy bien cuál era esa fama, solo sé que a veces íbamos a su casa destartalada situada a las afueras del pueblo, y que su madre, una mujer muy rígida y muy seria, le mandaba a hacer las compras sin dinero. Miguel siempre le decía al tendero, "póngalo en la cuenta", y este le miraba con severidad, pero mi amigo sabía aguantarle la mirada, y al final volvía a casa con todo lo que su madre le había escrito en un trozo de papel higiénico. Su padre estaba sin empleo y solía estar viendo la tele con una lata de cerveza. A veces le acompañábamos, pero él nunca decía nada.



         Cuando venía a mi casa a jugar conmigo y a cenar, era la viva imagen de la felicidad. Y eso que mis padres le hacían quitarse los zapatos y los calcetines, y le ponían unas pantuflas de mi abuelo muerto. En invierno también le dejaban su bata. Yo le miraba y no podíamos aguantar la risa, parecía un niño viejo. Cuando nos sentábamos a la mesa se ponía muy serio y rezaba un padrenuestro antes de empezar a comer. Mis padres, que se disponían a servir, le miraban anonadados, y con una punzada de vergüenza le imitaban y rezaban también. Yo murmuraba algo con la cabeza gacha porque no me sabía ninguna oración de memoria. Después con una solemnidad inusitada en él, Miguel partía el pan en cuatro trozos. El más grande se lo daba a mi padre.

         La contención de la risa era un problema para nosotros. Sobre todo en sitios prohibidos como la iglesia. Siempre había una excusa perfecta para reírse: las mujeres cantando como sopranos, la vieja Angelines entrando con su pata de palo en mitad de la eucaristía..., lo intentábamos, no te rías, no puedes, no te rías, y al final explotábamos. Nos habían echado ya como cuatro veces.

         Me solía contar que de mayor iba a sacar a su familia de la pobreza y todas esas cosas, pero cuando yo le preguntaba cómo pensaba hacerlo, se quedaba ensimismado y después comentaba que ya se le ocurriría algo. Era un buen muchacho Miguel.

         Un día no apareció por el colegio. Y al día siguiente tampoco. Don Antonio, el maestro, me preguntó a mí por él, ya que era el único amigo que tenía, pero no supe qué contestarle. Una semana después, su ausencia me pareció demasiado y fui a su casa. Su madre me dijo que de momento Miguel no volvería a la escuela, tenía otras cosas que hacer. Le pregunté qué cosas, pero liquidó el asunto con un portazo. Empecé a estar preocupado y se lo comenté a mis padres. Me dijeron que eran cosas de familia.




         Muchas tardes hacía guardia enfrente de su casa, así que un día le vi de lejos; fue la única vez. Estaba muy cambiado. Había adelgazado muchísimo y tenía la cara demacrada. Le llamé y se dio la vuelta, pero al verme se fue corriendo. Yo no entendía nada. Otras veces veía a señores entrar en su casa, muy elegantes, como de la alta sociedad. Conducían coches muy caros. La madre de Miguel les atendía en el porche sonriendo y les hacía entrar dentro. Una hora después salían.

         Según supe, su madre también liquidó todas las cuentas que tenía en las tiendas. Se compró unos vestidos muy bonitos, e incluso un pequeño coche para desplazarse.

         En el pueblo empezaron las murmuraciones. En mi casa también. Un día sorprendí a mis padres hablando en la cocina. Sabía que se trataba de Miguel:

         —¿No crees que deberíamos hacer algo? —decía mi madre.

         —Sí, deberíamos .—Y así se quedaron, mirándose.

         Pasaron las semanas y nadie hizo nada. Tampoco la policía.

         Al poco tiempo Miguel murió. No se supo de qué o cómo. Sacaron su cuerpo en un ataúd y se hizo un funeral muy discreto. Su madre berreaba y parecía una perturbada. Al padre no se le vio por ningún sitio ese día. Al cabo de una semana le encontraron ahorcado de un árbol y le enterraron al lado de su hijo.

         Poco después mis padres me mandaron internado a la ciudad. No volvimos a hablar del tema.

         Ahora estoy solo, sentado en una cama a oscuras en una habitación muy fría. Suelo pensar en mi amigo y en las ganas que tenía de ser mayor y ayudar a sus padres. Siempre me pregunto por qué nadie le ayudó a él.

Cada día miro a las caras de los muchachos que estudian conmigo en busca de otro Miguel, pero no lo encuentro.


viernes, 13 de enero de 2017

RECOMENDACIÓN DE UN LIBRO: EL HOMBRE QUE CONFUNDIÓ A SU MUJER CON UN SOMBRERO.


EL HOMBRE QUE CONFUNDIÓ A SU MUJER CON UN SOMBRERO-1985

Oliver Sacks (1933-2015)



Oliver Sacks fue un gran neurólogo británico que escribía libros. Cuando alguien te recomienda leer un tipo de literatura que crees que tiene que ver más con la ciencia o la medicina, parece que das un paso para atrás: va a ser aburrido. Sin embargo, este excelente médico también tenía talento para escribir, y era brillante haciendo llegar a los lectores sus experiencias y metodologías.



Este libro está compuesto por varios relatos clínicos, “extraños”, como los califica él, en los que describe las situaciones que viven personas aquejadas de raras dolencias neurológicas y los métodos que él aplica para hacer la vida más llevadera a los enfermos. Nos encontraremos con situaciones reales, difíciles de asimilar. Pero la escritura de Sack es muy didáctica, y su habilidad por hacernos comprender estos casos es fascinante, aportando incluso, un toque de humor.

Son veinticuatro relatos divididos en cuatro apartados según la enfermedad: Pérdidas, Excesos, Arrebatos y El mundo de los simples.

El primero El hombre que confundió a su mujer con un sombrero ya nos da una pista de lo que nos vamos a encontrar en el libro. El protagonista es un hombre que comienza a tener problemas para identificar lo que le resultaba reconocible hasta ese momento. Nada le parece familiar y confunde objetos y personas. Descartados problemas de visión (ya que ve pero no sabe el qué), el doctor Sacks le hace un reconocimiento. Los diálogos que mantiene con el individuo son surrealistas, pero son un ejemplo perfecto para que entendamos el problema y nos pongamos en su pellejo.

Otra historia peculiar es ¡Vista a la derecha! Una mujer sufre un daño profundo en el hemisferio cerebral derecho y pierde por completo su noción de “izquierda”, tanto de su cuerpo como del mundo entero. Solo come lo que hay a la izquierda de su plato, solo se maquilla la parte izquierda de su cara…, “Yo miro al espejo y pinto lo que veo” asegura la mujer.

Situaciones muy confusas, desconocidas y terribles para las personas que las sufren y para los que les rodean.

Despertares (1973), otro de sus libros más conocidos, fue llevado a la gran pantalla e interpretado por el malogrado Robin Williams y Robert De Niro. Es autobiográfico y cuenta sus descubrimientos en el campo neurológico: la L-dopa, que ayudó enormemente a las personas con encefalitis letárgica, una enfermedad que dejaba catatónico al que lo sufría.




Los estudios de Sacks nos muestran la pasión de un hombre por su profesión, una obsesión por comprender y ayudar, y un talento increíble para la literatura.

Al final de su vida, víctima de la metástasis y sabedor de que el final estaba cerca, escribió un precioso artículo, que era un canto a la vida: “Sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura”.


domingo, 8 de enero de 2017

RELATO: SOLTARSE AL VIENTO.



SOLTARSE AL VIENTO



         Del principio recuerdo el viento. ¿Cómo no hacerlo?

         En el centro de un páramo extenso, tan solo moteado por unos cuantos arbustos y una especie de árboles enanos, se ubicaba el solitario pueblo en que me crié. El viento, especialmente en otoño, venía en oleadas que hacían temblar las ventanas, y hacían perder el equilibrio a Paca, que traía las patatas de la última cosecha. Yo, tumbada en la cama después de la comida y una siesta imposible, mantenía la mirada perdida sumergida en mis ensoñaciones, que en aquella época se reducían a la manera de encontrar la habilidad de hacer el pino-puente sin descalabrarme la cabeza. La competitividad entre Inés, mi vecina, y yo, era inaudita, digna de unas Olimpiadas o campeonatos mundiales. Ella era más pequeña y más ligera, pero yo tenía una flexibilidad que no encontraba resistencia en ninguna postura. Si ella se colgaba de una rama de un árbol por las piernas, yo hacía cincuenta vueltas de "reloj" sin pausa. Era tan absurdo, pero a la vez tan vibrante y temerario..., hasta que alguien nos cogía por el hombro o nos pegaba un cachete, y nos recordaba lo arriesgado e inútil de nuestras "aptitudes".



*        *        *

         Estoy andando por la arteria principal de la ciudad. He dejado de coger el coche, se ha hecho imposible circular sin atascos, y me he percatado de que tardo menos cogiendo el metro. La gente ha empezado a correr por las escaleras que dan al subterráneo. Estamos en hora punta. Si perdemos este, tendremos que esperar cinco minutos al siguiente. Parece poco, pero es suficiente para llegar tarde. He conseguido cogerlo, pero he llegado jadeando. Voy a casa; necesito llegar cuanto antes. Se está haciendo de noche, y yo odio andar por ahí de noche, no veo bien y me mareo. Observo a mis compañeros de vagón. El niño triste de jersey rojo con su mochilón a cuestas, como siempre, de pie, agarrado del tubo central. El señor de traje, con sus ojeras y su periódico debajo de la axila. La señora, de pelo corto y color indescriptible, con su uniforme de limpiadora. La voz de la megafonía anuncia mi parada. Me levanto del asiento, salgo y me pongo a correr. Fuera, se está haciendo de noche, ¿cómo puede ser? Ahora recuerdo que el sábado retrasamos la hora. Maldigo mi falta de memoria y mis continuos despistes.



*        *        *



         Por la noche, Inés y yo dejábamos nuestra rivalidad a un lado, y nos tumbábamos sobre la hierba. Al oscurecer, el viento también se calmaba y nos daba un respiro. Mirábamos al cielo y contábamos las estrellas. Yo empezaba por la izquierda y ella por la derecha. Luego las sumábamos. Lo hacíamos casi cada noche, porque cada vez nos daba un número diferente, y queríamos dar con la cifra exacta. Éramos unas tozudas. Luego nos quedábamos en silencio. Entonces escuchábamos. A pesar de ser un pueblo tan aislado, el sigilo absoluto no existía. Crujidos de ramas, sonido de cigarras, grillos, y de repente ¡el burro!, nos tronchábamos de la risa. Pero también el lobo..., yo me estremecía. Y sé que Inés lo notaba, porque entonces me miraba de refilón y me acariciaba la mejilla. Después me cogía fuertemente de la mano, aquello me tranquilizaba.



*        *        *

         Hoy he cogido el día libre. Llevo semanas intentando hacerlo, pero había que acabar el maldito proyecto y era imposible. Sin embargo, ahora que tengo muchas horas por delante, no sé que hacer. Desde que acabó mi historia con aquel indeseable, he estado trabajando tanto que me he dado cuenta de que mi tiempo libre se limitaba a estar con él. Sin embargo me obligo a salir de casa. Miro por la ventana. El nivel de polución ha subido mucho. La gente lleva las máscaras puestas. Veo la pantalla gigante que está enfrente de mi vivienda. Recomiendan no salir de casa ni abrir las ventanas. Una neblina impide ver más allá de cincuenta metros. Me da igual, voy a salir. No tengo nada que perder. Mi tos ha empeorado los últimos días y también los mareos. Hace tiempo que dejé de ir a los tratamientos de aeración; las colas eran insufribles. Decidido, me pongo la gabardina y salgo a la calle.



*        *        *

         El viento del norte arreciaba cada día al amanecer. Era cuando más se sentía. Si llovía se hacía casi imposible salir a la calle, pero yo siempre me escabullía. Me ponía el chubasquero y las chirucas, y arreando. En cuanto abría la puerta notaba como algo me empujaba hacia dentro, pero yo no me dejaba, me resistía, y finalmente lograba salir y cerrarla. Cada paso era una aventura, y más teniendo en cuenta que mi meta era llegar a lo alto de la pequeña colina, único relieve en toda la llanura. La lluvia me golpeaba en la cara y en las gafas, hasta el punto de no ver nada. Una vez situada en lo más alto, me las quitaba y ponía mis pies justo en la cornisa del pequeño barranco. Entonces abría los brazos hasta formar una cruz, y dejaba que el viento me golpeara en su plenitud. Y así estaba cinco minutos. Después bajaba al pueblo. A veces Inés estaba mirándome pasmada por la ventana. Sonreía, y retorcía su dedo índice contra la sien.



*        *        *

         Me sobra el abrigo; el bochorno es horrible. No sopla ni una gota de aire y el cielo está cubierto de una capa blanquecina, pero no son nubes. Es curioso, hace tiempo que no veo ningún pájaro, ni siquiera palomas, eso sí que es raro. Se ha abierto un poco la niebla y se puede andar con mayor ligereza, pero yo voy despacio, no sé adonde. La gente me mira desconcertada; es porque no llevo la máscara. Me siento en un banco. Tengo que limpiarlo un poco con un pañuelo, porque tiene adherido un manto de polvo fino. Y así como si nada, me pongo a mirar a la gente. Un señor bastante mayor se tiene que parar en una estación de oxigenación de urgencia; está bastante sofocado. Mete dos euros en la máquina, y aparece una mascarilla colgando, como si fuera un café express. Se la pone en la cara ansioso y aspira profundamente. Tiene para cinco minutos.



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         El perro no hacía más que ladrarme para que jugara con él. Y eso que no era mío, era del pueblo, o mejor dicho de nadie. Un día vino siendo un cachorro, y se asentó aquí. Creo que el hecho de que le diéramos comida en abundancia le hizo decidirse. Siempre me preguntaba como había aparecido aquí desde la nada, ya que hay que tener en cuenta que el pueblo más cercano estaba a varios kilómetros de distancia. A veces hacía conjeturas, pero se me ocurrían ideas tan disparatadas que lo dejaba por imposible. Inés, siempre con su manía de ser protagonista, contaba que se lo había dado un hombre un día que estaba sentada en el banco de la plaza; que vino en un coche negro y le encargó que lo cuidara. Nadie la creyó, y menos su madre, que no quería quebraderos de cabeza. Le quisimos poner un nombre, pero eran tantas las propuestas que finalmente se quedó con un nombre genérico: Perro. Cada día pasaba por una casa distinta y se sentaba educadamente en la puerta para que le dieran de comer. Sabía que no tenía que atosigar, que las cosas venían por sí solas. No sabía nada el Perro.



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         Estoy en el puente de la ciudad. Es un puente estéril hoy en día. Une las dos márgenes de la urbe de manera innecesaria, ya que el caudaloso río que la atravesaba ha desaparecido. En algunos sitios se advierte fango, barro y pequeños arbustos, pero sobre todo, el lecho se ha convertido en un agrietado suelo, con surcos más o menos profundos. El río está seco todo el año, ya no se escucha el sonido del viento contra el agua. Porque no hay viento ni hay agua. Pero no solo es eso, el panorama además, transmite una sensación de aridez y aspereza que resulta difícil de digerir. Es como un abandono, un sufrimiento silencioso. No parece la cuna que mecía al río, más bien parece su tumba.



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         Si hacía buen tiempo, íbamos al pueblo más cercano, el del valle que nacía del páramo. Teníamos que ir en bicicleta porque estaba lejos. Allí el viento no azotaba tanto como en nuestra aldea, y había un riachuelo no muy grande, pero suficiente para que Inés y yo saltáramos dentro desde el puentecillo de madera sin pensárnoslo dos veces. Al primer contacto con el agua, un frío intenso nos recorría de abajo arriba, y nos dejaba sin respiración unos segundos. Recuerdo el día en que a Inés se le olvidó el traje de baño, y se tiró con vestido y todo. Cuando salió a la superficie, tenía una trucha en el escote; casi le da un telele. Yo me moría de la risa. Por más que quería no era capaz de sacársela de encima. Al final el pobre animal encontró la forma de escaparse. La verdad es que impresionaba ir andando y notar como los peces te tocaban las piernas. Los mayores, para asustarnos, nos decían que había pirañas, pero nosotras ya estábamos curadas de espanto.



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         El viento..., acaba de hacer su presencia. Parece surgido por invocación. No puedo creerlo, un frescor puro y reavivante se estampa contra mi cara. No sopla en una sola dirección, se están formando remolinos. Animo a un grupo de chicos uniformados a que se quite las mascarillas, pero nadie me hace caso, me esquivan, me miran alucinados. Siguen con su inercia y su robótica huida hacia adelante. Apuestan por lo que han vivido, por lo que les hará morir, no conocen otra cosa. No saben lo que se pierden... Comienzo a andar contra el viento, como antes, cuando inicié esa pelea estúpida en mi niñez. Y sin quererlo me meto en un torbellino, y dando vueltas subo al cielo. Y vuelo, y observo la decadencia, la herrumbre de las fábricas, las viviendas en ruinas. Pronto cambio de escenario, ese me resulta doloroso. Paso por un bosque trufado de árboles; hay de todas las alturas, pero es tan frondoso que me es imposible bajar. De pronto la espesura da lugar a una llanura verde y luminosa. Es un buen sitio para posarse. El viento ahora es suave, así que no me cuesta bajar. Me tumbo en el fresco, perfumado y mullido tapiz. Doy unas cuantas vueltas antes de dormirme, quiero sentir los hierbajos en mi cara.

         Pronto estaré contigo Inés..., deja que antes sueñe un poco.





viernes, 6 de enero de 2017

RECOMENDACIÓN DE PELÍCULA: Dersu Uzala de Akira Kurosawa.


DERSU UZALA-1974

Akira Kurosawa (1910-1998)



El  japonés Akira Kurosawa fue antes pintor que director de cine. Descendiente de samuráis, tuvo una carrera prolífica. Comenzó realizando obras de carácter nacional para adentrarse, posteriormente, en temas más personalistas. Su cine está cargado de humanismo y tiene un estilo muy especial. Entre sus largometrajes destacan Rashomon, que le dio fama mundial; adaptaciones de la literatura occidental como El idiota (Dostoievski), Donzoko (Gorka) o Trono de sangre (Shakespeare); Los siete samuráis o Dersu Uzala.



De una sencillez apabullante, Dersu Uzala quizá sea la película más intimista del director, a pesar de estar rodada casi en su totalidad en exteriores y de la majestuosidad de sus paisajes.

A comienzos de siglo, un capitán del ejército ruso es enviado, junto con su destacamento, a hacer un estudio topográfico a la taiga siberiana. Una noche conoce a Dersu Uzala, un viejo cazador nómada que vive en el bosque. Entre ellos se establecerá una entrañable amistad que durará ocho años. Dersu actuará como guía del explorador y volverán a verse en otra ocasión, consolidando así, un cariño mutuo.


“No disparéis. Soy gente”.  De esta inolvidable manera hará entrada en escena Dersu Uzala, interpretado por Maksim Munzuk, un actor que parece sacado expresamente de la taiga para realizar la película. Con su peculiar figura y su “alma grande y limpia”, se ganará la simpatía del capitán primero y sus hombres después.



“Miráis pero no veis” : las palabras de este ser humano, sencillo y sabio, calarán en el espíritu de estos hombres, a los que no solo les ofrecerá sus enseñanzas acerca de la naturaleza (el fuego y el agua son “gente”), sino que les proporcionará una lección de vida que no olvidarán. Es precioso ver como la bondad y la honradez se contagian a lo largo de la película. Y es que Dersu acaba siendo alabado y admirado por todos los que le conocen y especialmente por su capitán, al que salvará la vida en más de una ocasión; es especialmente angustiosa la escena en que los dos se pierden y tienen que luchar contra el tiempo y el frío haciendo una cabaña con la poca vegetación con la que cuentan.

Las palabras sobran en muchos momentos, lo que dará lugar a largos silencios de reflexión y miradas de complicidad entre los dos protagonistas; reflejos de una amistad profunda y verdadera entre dos hombres aparentemente antagónicos.



La naturaleza, con su belleza y también su crudeza, es el otro protagonista del film. La naturaleza, venerada y respetada por  un ecologista Dersu, es grandiosa, pero también es un peligro constante.

Es una historia de crecimiento personal, de transformación, de aprendizaje. El “ciudadano” aprenderá del “salvaje”, de su generosidad y sabiduría; y también de sus habilidades para sobrevivir en un ecosistema tan adverso.


Finalmente, Dersu Uzala se hará viejo, perderá visión y tendrá que dejar el bosque para irse a vivir a la casa del capitán. No se adaptará. A pesar de su empeño, el amigo de la ciudad no podrá devolverle la ayuda que un día Dersu le proporcionó a él. La amarga y triste escena final nos dejará sin consuelo.